Por Carol Agudo (@_fisuras)
El feminismo es, y debe seguir siendo, un movimiento liderado por mujeres cuyo objetivo es la emancipación de este grupo social del yugo patriarcal. Conceptualizar correctamente cuál es el sujeto político de un movimiento social resulta imprescindible para poder identificar sus necesidades y construir una agenda que garantice sus derechos. Sin embargo, en los últimos años ha emergido un discurso autodenominado “feminista” centrado en las llamadas «nuevas masculinidades», es decir, enfocado en el bienestar de los varones. Aunque esta corriente se presenta como un avance social en beneficio del movimiento de las mujeres, es necesario someterlo a un análisis crítico. Lejos de contribuir a la subversión del modelo de poder masculino imperante, podría reproducir las dinámicas patriarcales que el feminismo busca desmantelar.
El género -la feminidad y la masculinidad-, es un constructo social basado en roles y estereotipos impuestos a mujeres y hombres desde que nacen en función de su sexo. Estos mandatos justifican la división sexista de funciones en la sociedad. Así, mientras que las mujeres han sido tradicionalmente relegadas al ámbito doméstico, al cuidado y la reproducción, los hombres han dominado el espacio público y las actividades productivas, más valoradas y reconocidas en el orden patriarcal. Esta estructura social legitima la supremacía masculina a costa de relegar lo “femenino” a la otredad y la subordinación.
Ante este panorama social, cabe preguntarse si actos superficiales como que los varones se pinten las uñas o lloren más abiertamente pueden contribuir realmente a desmantelar un sistema tan complejo, arraigado y con tantos tentáculos como el patriarcado, como sostienen algunos defensores de las “masculinidades alternativas”.
Que los varones desafíen los estereotipos de la masculinidad puede ser un paso positivo hacia el avance social, pero siempre que se tenga claro que la problemática estructural no se limita a la apariencia, a lo externo. El género no solo opera en el ámbito público y visible. También (y muy especialmente) se manifiesta en roles, expectativas y creencias profundamente arraigadas que atraviesan nuestra subjetividad y perpetúan el desequilibrio de poder desde dentro de la psique de cada uno/a de nosotros/as. Pensar (o querer convencernos de) que “performances” estéticas o emocionales pueden desarticular esta compleja maquinaria social es ignorar su naturaleza sistémica.
Estos actos visibles NO abordan las dinámicas de poder estructurales, que se mantienen intactas. Y es que los estereotipos son sólo la punta del iceberg del género. De un iceberg que resulta mucho más difícil de esquivar para las mujeres. Si perteneces al “segundo sexo”, como Simone de Beauvoir denominaba al grupo social compuesto por las mujeres, desafiar estos dictámenes estereotípicos conlleva un costo altísimo y, por ende, supone un acto de resistencia significativo. Por ejemplo, negarte a cumplir los mandatos estéticos -no depilarte, no maquillarte- puede derivar en discriminación laboral, llegando a poder costarte un trabajo, lo que afecta en tu autonomía. Y mostrar tus emociones “abiertamente” (como la tristeza o la ira) lleva aparejado su correspondiente tópico sexista: el de la “histérica” que es “demasiado emocional” como para ocupar un puesto directivo o tomar las riendas de su propia vida, conllevando nuevamente una pérdida de oportunidades.
Por el contrario, cuando los varones adoptan ciertas estéticas consideradas “femeninas”, como pintarse las uñas o llorar, el riesgo es mínimo, y el reconocimiento social aumenta progresivamente. La oda a estas acciones, que NO implican renunciar a los privilegios con los que se nace por ser varón, refuerza la idea de que los hombres no gozan de suficiente libertad para expresarse. Un argumento que no solo ignora sus privilegios, sino que desvía el foco hacia los intereses de la clase sexual opresora, validando su tendencia al egocentrismo (carente de empatía) inculcada por el patriarcado, e incluso victimizándoles.
Una estadística muy utilizada y manipulada para subrayar el “sufrimiento masculino” bajo el patriarcado es la alta tasa de suicidios de varones, que representa el 74% del total en España, según el Ministerio de Sanidad. Es indiscutible que esta cifra merece atención y que es importante analizar y abordar las causas de este grave fenómeno. Sin embargo, presentar este dato como “prueba” de que los hombres son tan -o más, según algunos- oprimidos como las mujeres constituye una estrategia de «gaslighting» colectivo que busca que las mujeres se compadezcan y refuercen los roles de cuidado que el sistema les asigna, lo que refuerza el status quo patriarcal, minimiza las demandas de las mujeres y desactiva la lucha feminista.
Las “masculinidades alternativas” alientan a los hombres a zafarse de los estereotipos en pro de su bienestar personal, pero siguen ignorando las dinámicas estructurales que sostienen su posición de privilegio. Su silencio cómplice frente a la lacra de la violencia machista (especialmente si hablamos de pornografía o prostitución) y, en muchos casos, sus intentos por deslegitimar las reivindicaciones feministas, como ocurre con discursos como el “Not All Men”, evidencian el verdadero reto que los “aliados” siguen teniendo por delante.
Un caso paradigmático de los últimos años fue cuando la Delegación del Gobierno de España contra la Violencia de Género entregó el Premio Menina 2022 a Roy Galán, autopercibido como “aliado feminista” que, solo unos meses antes, se había pronunciado a favor de la industria pornográfica en sus redes sociales. El señoro en cuestión desestimó el argumento feminista que denuncia que la pornografía enseña a violar. Y es que el 88,2% de las escenas pornográficas contiene violencia física o verbal contra las mujeres, según datos de Emakunde, el Instituto Vasco de la Mujer. Pues bien, pese a ignorar esta realidad, si eres varón y te consideras un ejemplo viviente de las “nuevas masculinidades”, podrás ser premiado por un ente público como si de una eminencia feminista te trataras. Esto demuestra cómo los privilegios masculinos permanecen intactos incluso para quienes dicen “deconstruírselos”.
El discurso de las «nuevas masculinidades» puede parecer progresista, pero, al centrarse en cambios simbólicos y superficiales, refuerza las mismas dinámicas de poder que asegura combatir. Y es que los hombres no son los protagonistas del feminismo. Su rol en este movimiento se limita a renunciar a sus privilegios, asumir su responsabilidad con la justicia y actuar con congruencia moral (sin esperar reconocimiento, ni un impulso a su ego, a cambio).
Y renunciar a los privilegios masculinos no significa transferirlos a las mujeres, sino erradicarlos. Porque el horizonte feminista NO busca reformular ni diversificar el género, sino abolirlo. Esta es la única vía para poder desmantelar las estructuras de poder que dividen nuestra sociedad en opresores y oprimidas desde que nacemos. Solo así podremos convertir la utopía en realidad: un mundo donde mujeres y niñas podamos vivir libres de violencia.
Carol Agudo (@_fisuras). 16 Enero 2025.